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Una fábula precapitalista

  • Ramiro Gogna
  • 7 jun 2024
  • 13 Min. de lectura

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El cine es hermano de la literatura fantástica en cuanto explora aquellas zonas que crecen como una flor extraña en medio de la cotidianidad. La película El abrazo de la serpiente narra la historia de dos viajeros y botánicos por la Amazonía. En las peripecias el primer viajero es acompañado por un indio nómade, joven, a través de la selva; en la otra historia, el segundo viajero emprende un viaje émulo del primero, con un indio viejo. Tanto el antropólogo protagonista de la primera historia “Theodor von Martius”, como “Evans”, el segundo, son la mezcla de personajes reales y ficción. Se sabe que éste último es el botánico Richard Evans Schultes. Evans, en la película tiene un ejemplar del libro de su precursor “von Martius”, Zwei jahre unter den indianern [1909]. Aquí ocurre que el libro es real pero su autor es el botánico Theodor Koch-Grünberg, también autor de otro libro, Del Roraima al Orinoco [1911-1913]. Para sumar otro doble, Carl Friedrich Philipp von Martius, fue un antropólogo alemán que narró sus viajes y estudios botánicos sobre plantas amazónicas entre 1817 y 1820. Puede que esto no signifique nada; o puede ser leído en una serie infinita en la que somos incluidos nosotros mismos como espectadores de la película (y como viajeros): el extranjero optimista que quiere conocer (extraer) las experiencias de la selva.


Entre los acontecimientos episódicos de la película, vemos una escena en la que el botánico le pregunta al indio viejo, qué significan los dibujos en la piedra; el indio responde: “No sé. No me acuerdo. Estas piedras estaban hablando conmigo. Ellas respondían a mis preguntas. La línea se rompió, los recuerdos se han ido. Piedras, arboles, animales, todos están en silencio. Ahora sólo hay dibujos en las rocas. Ahora estoy vacío. Soy Chullachaqui…” En una escena anterior se había producido el encuentro entre el indio y el botánico: el segundo llegaba con su canoa por el rio y parece sorprender al primero que se encontraba pintando. Si miramos detenidamente al acercarse la barca que traía al viajero con su cámara fotográfica al cuello, el indio suelta una punta con la que dibujaba, sin que fuera visto por el visitante. Evans le dice, sacando un libro de su cartera, que viene en busca de una planta que describió el antropólogo alemán von Martius en 1909.


En las escenas comparadas resplandece un contraste: el indio dice no recordar el significado de la pintura de sus dioses; el botánico se encuentra en la selva amazónica atraído por un libro escrito casi 40 años antes. Mientras que para el indio la línea (memoria) se ha roto, para el otro permanece a través del libro. Para el indio ahora son “dibujos”, es decir, silencio, ya no le hablan, ya no puede leer las piedras, los animales y las plantas: los dioses. Estoy vacío dice el indio. “¿Cómo se me olvidó el regalo de los dioses?”, se pregunta llorando.


Considérese otro detalle: el indio exclamaba “Ahora estoy vacío. Soy Chullachaqui.” ¿Quién es Chullachaqui? Según tradiciones populares peruanas es un “duende” o “diablo” que engaña a sus víctimas y los hace perder en la selva: primero los atrae de manera amistosa ofreciendo los frutos de ella. Los acontecimientos, según la versión de un cuento infantil peruano que circulaba entre los departamentos amazónicos Loreto, Ucayali y San Martin –recopilado por Angélica Reátegui Sánchez (1984)-, ocurrieron así: “las muchachas iban pescando a lo largo del riachuelo Cumbaza. Al atardecer, una de ellas se interna en la selva; tal fue su entusiasmo al encontrar un camino bello y amplio, que siguió avanzando; pero a medida que continuaba, se iba angostando el sendero y enmarañadas espinas le impedían ver el horizonte. En estas circunstancias se le presentó un caballero cojo, pero bien vestido, y muy atentamente le invitó a continuar el viaje. La joven, fuera de sí, le siguió, y al recobrar su conciencia se dio cuenta que se encontraba dentro de una cueva oscura; allí vivió por espacio de ocho días.” En el pueblo dicen que fue robada por Chullachaqui. Para fortuna de los padres y amigos de la desaparecida un fraile misionero que pasaba a caballo, quien solicitado por los vecinos bendice los caminos y los cerros. Tras los abracadabras del sacerdote aparece la niña vomitando un líquido verde.


¿Y si en la película el indio es un chamán taimado, un pícaro que engaña al científico quien cree que dirige al indio? El hombre de ciencia dice que tiene mucho dinero para ofrecerle mostrándole dos dólares –el indio sonríe.


Richard Evans Schultes cuenta en su libro El reino de los dioses (1989), cómo llegó al cerro Campana, Chiribiquete (entre los departamentos de Guaviare y Caquetá), el 6 de junio de 1943, lugar que es llamado en la película “Taller de los dioses.” Se han descubierto en los macizos de la montaña miles de pinturas (llámese “petroglifos” o “arte rupestre” según se prefiera). Estas pinturas son inscripciones que organizaban el espacio de esos pueblos amazónicas, narraban la historia de sus dioses como dibujos mnemotécnicos en rojo sobre las piedras. Los “petroglifos” no son mera reproducción de las cosas. La pintura nunca fue simple copia del objeto, por lo que no debería hacerse del llamado “arte rupestre” el testimonio del “naturalismo” de los indios que las pintaron.


El indio y el etnólogo son, en la película, la personificación de la economía de la abundancia y de la economía capitalista; modos de mirar y actuar. A las hormigas les gusta el dinero, responde el indio al intercambio que le ofrece el antropólogo: chacruna por moneda -para el indio no son equivalentes. El indio, vacío, sin sus pinturas, sin moneda, parece que va a conducir, indolente, al etnólogo al lugar donde crecen las plantas que desea. ¿Acaso el indio va a ceder a las aspiraciones del “blanco” otra vez? ¿Se llevará gratis o por dos dólares la riqueza de la selva? ¿No debería pedirle por lo menos 100 dólares por la sagrada Psychotria viridis? O mejor, ¿por qué no hacerse socio del blanco para la exportación de la planta de cuya producción y siembra sistemática se encargaría el indio? Ocurre, más bien, que este duende precapitalista, Chullachaqui, piensa de otra manera y tiene otros planes para sí mismo y para el curioso extranjero.


Como al botánico, a nosotros los espectadores nos produce impaciencia el decir y el actuar del indio. Como espectadores incluso quisiéramos extraerlo de la película ignorando que se trata de un personaje y explicarle cosas. En la relación de extrañamiento entre el etnobotánico y el indio, estamos más cerca del primero; si fuéramos nosotros los que dispusiéramos de las plantas ¿qué haríamos? ¿La gastaríamos de tanto usarla? ¿Cuál sería el modelo del aprovechamiento racional del don (la planta)? ¿Extraer sus principios activos para lograr mayor pureza en el caucho o emplearlos para las experiencias psicodélicas o terapéuticas en la ciudad y la guerra?


En 1979 publicaría Evans Shultes junto a otros científicos, Plantas de los Dioses. Las fuerzas mágicas de las plantas alucinógenas (1), donde refiere varias plantas americanas: ayahuasca, floripondio, peyote, teonanácatl, San Pedro, etc. A pesar de que muchas afirmaciones, metodologías y perspectivas de análisis serían cuestionables para una etnografía contemporánea -elucubraciones sobre un presunto “nivel cultural arcaico”; hipótesis acerca del uso de las plantas por los indios como simple comunicación con lo sobrenatural; sentencias sobre una farmacopea nativa donde la enfermedad y la muerte no serían explicadas por causas naturales, sino por intervención espiritual, y por lo tanto la noción de una supuesta medicina que no actúa directamente sobre el cuerpo; el uso de la contraposición global y simple entre Eurasia y América en términos de diferentes desarrollos culturales; la descripción del chamanismo como “experiencia mística individual”, o un presunto “afán ferviente de experimentar visiones”- contiene información botánica importante, etc-.


En 1941 Schultes es enviado por el Consejo de Investigación Nacional de EEUU. a la realizar trabajo de campo en la Amazonía: se necesitaba anestesias y caucho en el contexto de la segunda guerra mundial. Se sabe que su primera incursión por los pasos amazónicos fue con los indios cofán (o kofán o A'i), fabricantes de veneno. Como botánico y químico le interesaban las plantas “biodinámicas”, aquellas cuyos agentes pueden ser utilizados como correctivos y curativos del cuerpo y la mente. Le interesa la planta si allí encuentra una herramienta farmacéutica para la investigación y el tratamiento psiquiátrico.


En la medida que se trata de una técnica de aplicación infinita, la separación del principio activo está siempre en desarrollo. Mejoran las técnicas de síntesis en el laboratorio, y el equipamiento técnico sutiliza las formas de disyunción química como la cromatografía, el espectroanálisis y los rayos X. Acaso la primera extracción de las plantas de la locura había ocurrido en 1806, cuando Sertürner sintetiza el principio psicoactivo de la amapola: la morfina. Habría que contar también las síntesis de Albert Hofmann de los hongos de María Sabina: psilocibina y psilocina; o la mezcalina obtenida del peyote.


¿Qué busca el químico?, se preguntan en Plantas sagradas. Los “constituyentes”, el “principio activo”, la “quintaescencia”, mesclados con otras sustancias secundarias en el vegetal. A través de métodos fitoquímicos los separa “del resto de la planta.” Una vez extraída, distinguida, esa masa bruta, pura, de elementos químicos, a través de la síntesis, puede el químico producirla en el tubo de ensayo, “independientemente de la planta.” La sustancia, ahora producida ex machine, permite hacer pruebas farmacológicas y clínicas, exactas y reproducibles. No puede ser más precisa la expresión que se lee en el texto que debería llamarse plantas desacralizadas: “cada especie es una verdadera fábrica química.”


El científico no parece considerar que los usos de las plantas estén sometidas a la observación y a la experimentación, como si la ayahuasca fuera simplemente recolectada por los indios, y consumida naturalmente. “El método de clasificación del aborigen es difícil de entender” escriben los autores del texto. ¿Había método? Si, aunque no sería lógico según los botánicos. Queda borrado el sistema de taxonomía indígena a pesar que se sugiere su existencia. El optimismo científico, el racionalismo del químico tapa, subestima, un saber extremadamente riguroso en sus clasificaciones. El botánico prepara la transformación de la planta en fetiche mercantil desvinculados de los usos y funciones que tenía para el indio -la metamorfosis de las cosas en sustancia infinitamente utilizable e intercambiable es como la segunda naturaleza.


Las sociedades amerindias no están excluidas de formas lógicas de conocer las plantas, ni de modos de intercambio y representación figural como frecuentemente se quiere sostener. Los rituales, la botánica salvaje, las pinturas en las piedras (en los cuerpos, en las prendas y cerámicas), son energía activa, poder propulsor, multiplicador de los objetos y representaciones de la realidad, es decir, motores de la realidad.


En efecto, el sistema de clasificación amerindio es una ciencia de lo sensible, una lógica de la percepción. En primer término, no procede el indio a través de la navaja cartesiana que distingue las cualidades primares, los principios activos de la materia, de los secundarios. El indio no tiene un vínculo “espiritual” con la naturaleza, y para comprender su código de ordenamiento deberíamos despojarnos de aquella oposición entre lo sensible y lo inteligible. El indio construye su taxonomía con criterios morfológicos, clasificando según partes o propiedades del vegetal, según lo amargo, lo húmedo y lo seco, experimentado (Claude Levi-Strauss, 1964).


Los indios amazónicos organizan su mundo natural, operando con una especie de ciencia de lo concreto. Las fuentes etnográficas muestran más bien la proliferación conceptual de distinciones, producto de una mirada atenta a las propiedades de la naturaleza. Entre los llamados salvajes, como los pueblos amazónicos, por ejemplo, encontramos paralelamente a una economía de la abundancia, una taxonomía del mundo natural hecha a base de criterios morfológicos que distinguen partes y propiedades de las plantas. El léxico botánico del salvaje es un modo de introducir un orden en su universo, y su clasificación tan múltiple como sutil.


Así como es errónea la calificación de la economía de los salvajes como una economía de la subsistencia, no deberíamos suponer que sus clasificaciones son no-lógicas. Suele pensarse la supuesta economía primitiva como una economía de la necesidad, y relacionarlo con su capacidad de nombrar y conocer: el indio solo nombraría la naturaleza en función de sus necesidades, nombra lo que come. Las investigaciones etnográficas de los diversos pueblos amerindios (me refiero sólo a los pueblos nómades) muestran que las utilidades de las plantas usadas son el resultado de un conocimiento como obsesión por el espacio y los detalles. Las plantas se hicieron útiles en la medida que los indios iban sistematizando los datos sensibles. Por eso cuando desaparece un pueblo indio amazónico perdemos la riqueza y diversidad de sus inventarios de la naturaleza. Esto es importante ya que nos obliga a dejar de pensar que el indio se encuentra en una dialogo con la naturaleza “pura”, como si fueran un “grado cero”, y más bien pensar que las sociedades amerindias son siempre un singular estado de la relación entre la naturaleza y la cultura.


Lo que suele presentarse como un pensamiento mágico, no sólo no se opone a la ciencia en cuanto al tema de la causalidad, sino que la ciencia salvaje más bien comprende un determinismo integral e intransigente, no limitado como el botánico que distingue entre lo fundamental y lo secundario adjudicándole al primero el principio de causalidad; la sistematización de los datos sensible, se corresponde con la riqueza y diversidad del inventario amazónico para el indio la causalidad se disemina, todo cuenta, todo es causa, voluntad que se afirma (es decir, perspectivismo, según Viveiros de Castro).


Así como el poeta (o narrador) establece un pacto tácito con el lector para suspender momentáneamente la incredulidad, así el etnólogo cuando trabaja honestamente procura ampliar al máximo su propio campo de credulidad frente al indio. Sin esta cláusula no puede empezar la lectura del poema ni el trabajo etnográfico. Para el caso de las investigaciones de Schultes, en lo que corresponde a la caracterización de las sociedades indias, ocurre que se trata de una apertura taimada, ya que siempre se mantiene la distinción entre el supersticioso indio y el civilizado e investigador, que observa e incluso experimenta con piadoso alejamiento las creencias del primitivo. Sin duda los etnógrafos más honestos fueron (son) los que aceptando el extrañamiento radical, paulatina y trabajosamente, lograron una comprensión que, si bien nunca encaja con la del indio, le es lo más fiel posible.


Para la mirada del observador-explorador, el concepto de “humanidad” implica una unidad que la vida del salvaje (sus saberes y sus prácticas) rompe. La realidad humana para el observador (para nosotros mismos) es un concepto que implica la unión ideal entre una dimensión biológica y una dimensión moral. El concepto de “hombre” –instituido en la Ilustración, operante todavía en las ciencias humanas- anuda la especie biológica y la categoría moral, el plano animal como carácter de “objeto” y el plano de la subjetividad activa y ética. Por otro lado, la unidad de ese concepto (de “hombre”) está hecha de exclusiones: no es un animal, es más que un animal. Así la humanidad engloba todas esas realidades donde se constituye o puede constituirse un sujeto moral. A ojos del observador el observado, el indio, se aparta de estos dos polos: por un lado expande al concepto de “hombre” a animales y plantas, por otro restringe el concepto de humanidad en relación a otras tribus, siendo etnocéntrico. Desconcierta al explorador este antropomorfismo (al que nombre como animismo: la generalización indebida de lo humano a lo que nosotros llamaríamos naturaleza) conviva con una negación provinciana de la humanidad a otros grupos humanos. Por esto el punto de vista del observado pone en duda, desestabiliza el concepto de lo humano del observador (Viveiros de Castro, 2010: 25).


Para el observado (los indios) el jaguar y la serpiente esperan ser representados en una imagen, y al mismo tiempo esa representación será la fuente de las narraciones (mitos) de la sociedad sobre sí misma. En la medida que el hilo se ha cortado, se ha roto una mnemotécnica: ya no puede ver, no recuerda el indio protagonista de la película El abrazo de la serpiente. La película termina con Evans abandonado por el indio viejo, en el cerro donde se encontraban las plantas buscadas. De hecho, ambos antropólogos, en la película, se quedan sin la planta de la chacruna. El indio, Chullachaqui, ha triunfado, defendido la selva de los que buscaban hacer de sus secretos un objeto infinitamente intercambiable.


El indio consume su planta “medicinal” según un tipo aprovechamiento que toma en cuenta el tiempo, a diferencia de nosotros los que pertenecemos a la civilización del científico. Según el indio, prolongar el estado que la planta abre a la experiencia, haría perder la eficacia de sus beneficios, por no mencionar el terror que implicaría en el sueño lisérgico enfrentarse diariamente al jaguar y la serpiente. Si no hubiera un corte entre los estados inducidos por la ayahuasca, sus dones curativos no se gozarían en la vida cotidiana: el enfermo se cura con la medicina y puede volver a sus quehaceres. Tras el ritual volvemos a la vida en el mundo, donde administramos los beneficios obtenidos. El indio entonces aprovecha al máximo este don de la selva, pone a trabajar el tiempo a su favor, obteniendo una riqueza incrementada para los pueblos que viven en la selva y que nunca alcanzarán a gastarla.


En la película, camino a la montaña el indio gana tiempo, al vacío, al silencio de los dioses, conduce (supuestamente) impasible al científico viajero. Al contrario, el botánico parece apurado: necesita llegar cuanto antes a la planta. Vive como en una segunda naturaleza regida por la ley del “valor valorizándose”, la amplificación del valor de cambio, la descodificación de los valores de uso -los códigos salvajes, rígidos, estructurados cualitativamente-, y los códigos anteriores, a través de una axiomática más flexible. El capital, vampiro, pone el tiempo a trabajar a su favor, no a favor de la sociedad de los productores.


La bondad peligrosa del explorador, del adulador etnocéntricos, que busca saber de ellos: la astucia de la Historia haciendo que un explorador muera para que nazca otro, el que muerda mejor, el que conozca mejor. La obstinada ferocidad con la que queremos conocer es correlativa una nuestra farmacología: máscara de la malignidad del deseo de ser felices, de un tipo vida que se fija en el lado cortés de la belleza, la limpieza y el orden, apartando y apartándose de una oscuridad que el salvaje conjura por otros medios para no ser devorado por ella.

Todavía en el siglo XXI se encuentran sociedades salvajes en la Amazonía que mantienen un mínimo o nulo contacto con el mundo occidental y cristiano. Ponerse del lado de los salvajes frente al sacerdote optimista, al siringuero, al botánico y la torre de petróleo, es también derribar los sistemas de pensamiento con los que se los constituyen en objetos de conocimiento.


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Todavía valen el cuestionamiento y la interpelación lanzada por Pierre Clastres luego de conocer a los indios yanomami en los primeros años de 1970: “Son los últimos asediados. Una sombra mortal se extiende por todas partes... ¿Y después qué? Quizás nos sintamos mejor, una vez que se ha roto el último circulo de esta postrera libertad. Quizás podamos dormir sin despertarnos ni una sola vez... Algún día, se alzarán… las torres de los petroleros, las laderas de las colinas se llenarán de las excavaciones de los buscadores de diamantes, habrá policías en los caminos y tiendas a la orilla de los ríos. Y reinará la armonía en todas partes.” (Clastres, 1997) Las sociedades amerindias van retrocediendo, esas sociedades que el concepto de la más fina fenomenología o hermenéutica jamás podría imaginar. El desierto se moviliza y expande en la Amazonía; las sociedades que la habitan ya no son, no serán, para la sociedad “moderna” (occidental y cristiana) más que una fuente permanente de caridad, tierra allanada para el turismo, el signo multicultural, la nostalgia por lo ausente.





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Notas


(1) Es el botánico austríaco Blas Pablo Reko el que envía, hacia finales de los años ’30, una muestra de teonanácatl a Schultes, quien finalmente irá a México a explorar las tierras de Oaxaca en busca del hongo. Reko es autor de Mitobotánica zapoteca (1945).

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