Frankenstein o los delirantes sueños de la razón
- Iraí López Reale
- 19 nov 2024
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 16 ago

El mito de Prometeo -en diversas formas actualizadas como Frankenstein, Oppenheimer y Terminator- persigue nuestras pesadillas. Se nos dice que renunciemos a nuestro derecho de nacimiento: nuestra inteligencia, nuestro control sobre la naturaleza, nuestra capacidad para construir un mundo mejor. Se nos dice que nos sintamos miserables ante el futuro.
- The techno-optimist manifesto
Puede que la novela de Frankestein sea como el elefante de la parábola india, aquel al que los ciegos que lo tocaban sentían como algo diferente, de acuerdo a cual parte de su cuerpo palpasen (Maienschein y MacCord, 2018). Quizás por eso, me cuesta la lectura que encuentra en la novela un fino análisis o una reflexión profunda sobre el uso de la técnica o de las tecnologías. El relato carece de detalles técnicos y el momento más relevante de la historia -o por lo menos el que más efectos ha tenido en la memoria colectiva-, la creación del monstruo, se narra con rapidez. De hecho, esta escena se encuentra al principio de la obra, por ende, cuesta imaginar que haya sido el punto de interés central de la autora. Por otro lado, al lector le corresponde suponer el clima científico de la época, los “materiales” que habrá utilizado Víctor, el protagonista de la historia, para dar forma a la criatura, y con qué instrumentos habría descubierto el “principio de la vida”. Es cierto que las descripciones técnicas pueden no ser un elemento necesario en las novelas de ciencia ficción, pero la verdad es que en la historia no hallamos ni una sola. Como sea, sí que hay un momento sobre el que podría fundarse la lectura tradicional de la obra: el momento de la “dulzura técnica” (Douglas).
Es que así como las novelas de caballería enfermaron el buen juicio de Don Quijote, los escritos de los alquimistas de la temprana Edad Media enturbiaron los deseos y ambiciones del aún pequeño Victor Frankenstein. Las aspiraciones de los filósofos medievales eran más explícitamente gloriosas que las de los científicos modernos: buscaban la piedra filosofal, el principio de la vida, la fuente de la juventud, etc. A Víctor las ciencias naturales, como hoy las conocemos, no llegaron a interesarle hasta que entendió que en ellas había un método que le permitiría alcanzar efectivamente aquellos grandes fines. Una vez que el joven Víctor comprendió esto, inició una carrera brillante en busca del tiempo perdido en sus estudios. Cuando los culminó, se propuso una empresa aun mayor: quería entender dónde residía el principio de la vida. Pero para estudiar las fuentes de la misma, tendría que recurrir primero a las fuentes de la muerte. Pasó, entonces, noches en vela observando la descomposición de los cuerpos y las múltiples formas de su corrupción. Llevó a cabo su trabajo con delectación de artista, de una manera ardua y dolorosa. Shelley no lo dice abiertamente en el relato, pero Víctor se vería obligado a hacer negocios con los resurreccionistas e incluso a desenterrar él mismo los cuerpos que más tarde iban a dar vida a su criatura. Aunque el clima de la época era propicio (Cross, 2013), la voluntad de Frankenstein era abrasadora: los horrores de la noche y de la muerte no lo impresionaron durante todo el período que duró su empresa científica.
Nadie, salvo aquellos que lo han experimentado, puede comprender la fascinación que ejerce la ciencia. En otras disciplinas, uno llega hasta donde han llegado aquellos que lo han precedido, y no se puede llegar a saber nada más; pero la investigación científica continuamente alimenta la pasión por nuevos descubrimientos y maravillas (Shelley, 2018).
Víctor se obsesiona. No es una gran pasión la que lo mueve a dar vida a la materia muerta, sino un impulso que él mismo es incapaz de entender. Muchas veces se da cuenta del horroroso carácter de su empresa y, sin embargo, dice verse movido por una fuerza superior a concretarla. En ese período, no reparó en esfuerzos ni se detuvo a imaginar las posibles consecuencias de su experimento. Estaba obnubilado por la dulzura técnica. “Los científicos e ingenieros utilizan esta expresión cuando una solución a un rompecabezas se da por sí sola, cuando todas las piezas encajan perfecta y funcionalmente, cuando el éxito en la iniciativa concreta se presenta en un todo bien ordenado. La dulzura técnica es tentadora, absorbente y (…) potencialmente cegadora a lo que puede seguirse de la solución buscada” (Douglas, 2018). En este sentido, la lectura de Shelley es interesante y presenta un marco para pensar el progreso científico y tecnológico a lo largo de la historia. No es azaroso que el nombre de Oppenheimer, por ejemplo, se haya comparado con el de Víctor Frankestein. Y aún hoy, cuando intentamos pensar en el posible devenir de la inteligencia artificial, resuenen los ecos de la historia de Shelley.
Como sea, Frankenstein tiene un rasgo profundamente melancólico. En ningún momento, aunque siente culpa y entiende su responsabilidad, es capaz de obrar, de torcer su destino. La criatura se convierte en dueña de su Fortuna y Víctor no parece hacer otra cosa más que seguir el camino que ésta le ha trazado. Al final, las figuras se desdibujan: ¿quién es el amo y quien el esclavo? ¿cuál es Víctor Frankestein y cuál su criatura? Los pensamientos y pasiones de ambos son los mismos. La criatura toma, como todo descubrimiento científico, el nombre de su inventor.
Al final, la novela parece ser una parábola que explora las ambiciones y los límites de los deseos de los varones. Y como toda parábola, tiene una moraleja y una explícita lectura moral. Lo admite Shelley en la Introducción a la edición de 1831 cuando afirma que el monstruo “debía ser horroroso, porque absolutamente horrorosos deberían ser todos los intentos humanos de imitar la fabulosa maquinaria del Creador del mundo”. Es por eso que la naturaleza aparece como un actor constante, la verdadera obra divina, inimitable y perfecta. De ahí, el contraste que Shelley establece entre Frankestein y Calver. Víctor también habla de la ambición repetidas veces, cuando exhorta a Walton a no seguir su mismo camino: “busque la felicidad en la tranquilidad y evite la ambición, aunque sea la ambición aparentemente inocente de sobresalir en las ciencias y los descubrimientos”. Lo que estudia Shelley en el fondo no es el conocimiento en sí ni la pericia técnica, lo que le hace es -como en la parábola de la Torre de Babel- utilizar la técnica como excusa para entender la ambición del hombre.
Referencias bibliográficas
Shelley, M. (2018). Frankestein o el Prometeo moderno. Ariel.
Cross, E. (2013). La mujer que escribió Frankestein.
Maienschein, J., MacCord, K. (2018) Concepciones cambiantes de la naturaleza humana.
Douglas, H. E. (2018). El amargo regusto de la dulzura técnica.
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