Juana Inés de la Cruz, la escribiente
- Ramiro Gogna
- 16 ago
- 17 Min. de lectura
El pasado colonial americano es como un país extranjero, extraño como la tribu más inhóspita de la Isla Grande, y así debe ser comprendido (y amado). Los comportamientos son los signos que nos permiten ver y comprender ese mundo lejano, que no es ninguna infancia del presente, ninguna realidad defectuosa.
Todas las épocas tienen sus opresiones y transgresiones. Por qué insistir, se queja Josefina Ludmer y Margo Glantz, en los oscuros obstáculos si podemos hablar de la fuerza, del ingenio, del deseo de Juana Inés de la Cruz. A través de las Cartas de Juana podemos descubrir un método para pensar y para escribir, para leer y para vivir. Juana escribe, desea escribir, y esto a lo largo de su vida implicó un riesgo. La vida y la obra se confunden y contaminan. La experiencia escribiente de Juana Inés de la Cruz es la más bella cicatriz del mundo barroco americano.

Conviene estudiar a la sociedad barroca y sus producciones materiales con el prurito con el que los etnólogos estudian a los mayas o a los chichimecas. Se nos perderían el sentido de ciertas prácticas, de ciertos saberes si nosotros no desistimos de presuponer un privilegio absoluto de nuestra sociedad presente respecto de ese pasado, así como el etnógrafo se esfuerza por romper en su propia mirada una perspectiva privilegiada.
Es importante comprender el sentido de las prácticas de la virginidad en el mundo de Juana Inés para entender también el devenir de su experiencia y la renuncia a las letras en 1694, acatando, dice, “lo alegado por parte del Fiscal del Crimen de mi propia conciencia.”
La situación de la publicación tanto de la Carta Atenagórica (1690) como de la Respuesta a Sor Filotea (1691), nos hablan del mundo en el que se producen. Por un lado, la carta se publica sin autorización de la monja; y por otro lado, se la obliga a responder por lo dicho en tal carta. La Respuesta a Sor Filotea, es un mandato del obispo Manuel Fernández de Santa Cruz (Sor Filotea): debe escribir su vida, de la que se esperan signos de ejemplaridad. La Respuesta es también una especie de alegato y confesión, una autobiografía reflexiva que aborda su experiencia con la escritura y el saber. También, en la conocida como Carta de la madre Juana Inés… (1682), la monja jerónima narra episodios de vida y tambien perfila un método, un código de pensamiento.
En la época barroca, la virginidad es un arte (ars), una tecnología, un modo de vida; y es un privilegio por la carga metafísica que soporta. Para las mujeres conjugaba elementos que desconciertan nuestra sensibilidad contemporánea. La vida en el cenobio significa para las mujeres la posibilidad de evitar el matrimonio y dejar la casa paterna.
En la época de Juana Inés los sacerdotes decían que los indígenas como los mexicas o los incas admiraban y adoraban la virginidad, lo que los ubicaba entre los pueblos paganos que la cristiandad tenía estima, como los griegos, los romanos y los egipcios.
Juana misma elogia la vida al margen del matrimonio, donde asoma la promesa de una vida “independiente”, y que implica en principio ventajas para escribir. Aunque la monja reclama que las promesas de la quietud y la vida contemplativa se ven una y otra vez interrumpidas por los quehaceres del convento, y los cuchicheos de las hermanas. Según la misma narración de Juana la vida religiosa no significó para ella necesariamente vida tranquila: por un lado, se queja de la interrupción cotidiana y doméstica que la alejaban de las condiciones necesarias para expresar su impulso por las letras; por otro lado, aunque la vida monástica es la manifestación concreta de una concepción cristiana del desapego radical a este mundo, el mundo no dejaba de invadir su zona. De alguna manera la vida contemplativa, con sus métodos y sus méritos, colisionaban con los valores de la virginidad, con los comportamientos que se esperaban de alguien que llevaba una vida próxima a la santidad.
Juana no sólo llevó una vida meticulosamente pautada, sino que además escribió Ejercicios donde explica técnicas y procedimientos para establecer un tipo de relación con uno mismo. La virginidad no es cualquier práctica en la historia de la salvación; como signo remite al estado de Adán y Eva antes de comer el fruto; pero también a Cristo como figura del que pudo vencer los impulsos de la carne; también la iglesia misma es representada como la virgen que está comprometida con Cristo.
Hermanada con el martirio, engendradora de una mística propia, las prácticas de la virginidad no son meras acciones negativas, de abstención o sumisión a una prohibición. Marca una relación del individuo con sus conductas sexuales, y carga esa experiencia de un sentido histórico y salvífico. La virgen es soldado, es gimnasta que presta atención a su propia carne; y que requiere siempre un director de almas.
En la Respuesta a Sor Filotea y en la llamada Carta de la Madre Juana Inés…., tiene que dar cuenta de la subjetivación de una moral de la carne, del deseo: los textos podrían contarse en la serie indefinida en la que la monja debió, una y otra vez, verbalizar la verdad sobre sí misma, sin omitir sus combates internos y la dependencia insoslayable con el sacerdote confesor (aunque tambien se reveló contra su confesor Antonio Núñez).
En la Carta de la Madre Juana Inés de la Cruz escrita al R. P. M. Antonio Núñez, se pregunta: “¿Las letras estorban, sino que antes ayudan a la salvación?”. ¿Acaso la escritura lleva la marca del luto y la salvación? ¿Es posible desear a la escritura por sí misma? ¿La escritura es a la vez regalo y está ligada al duelo de la criatura, al dolor y al pecado?
Estos textos son ricos en información y experiencia reflexiva: relatan la ardua adquisición de las letras; el esfuerzo y la obstinación por corregir la caligrafía, una letra que no era “decente”, sino “letra de hombre.” Hay fuerza y hay juego en la experiencia inicial; hay también pathos y astucia. Así leemos la escena de las amigas: una vez a los tres años Juana acompañó a su hermana mayor a las clases de lectura que su madre conminaba tomar. Entre el “cariño y la travesura”, “viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección.”
A pesar del “sosegado silencio” de los libros el oficio es sin embargo arduo y lleno de convulsiones tanto objetivas como subjetivas. Estudiar esos “caracteres sin alma”, sin la ayuda del maestro, “careciendo de la voz viva y explicación” era dificultoso, sin embargo el “amor de las letras” compensaba los trabajos del arte. No sólo no tenía maestros, multiplicando los esfuerzos, sino que no podía “tener condiscípulos con quienes conferir y ejercitar lo estudiado”. Juana expone “descargos”, atenuantes de su situación: en realidad ni siquiera puede hacer lo que desea. Individualmente es doblemente trabajoso (ausencia de maestro y discípulo); además, la vida conventual, por sus obligaciones y normas internas, a la vez conspira y permite sus estudios.
En otro pasaje liga el deseo de saber leer a la “negación que tenía al matrimonio” y al “querer vivir sola.” Entrar al convento, le permitía mantener aquel deseo de saber y lograr vivir sin matrimonio; al mismo tiempo esta solución (el convento) implicaba -o implicó por una serie de acontecimientos- que su apego a las letras fuera puesto bajo sospecha, cuestionado como un ensalzamiento del mundo profano, como soberbia.
¿Acaso la monja jerónima quiere escribir los libros que expliquen las maravillas del Creador? No lo lograría, aunque todos los “miembros de mi cuerpo fuesen lenguas”, dice Juana. Como defendiéndose de semejante acusación, afirma que en última instancia no escribe sino por un impulso ajeno, por encargo.
A veces, relata la monja, cuando escribe suelta la pluma como sobresaltada y atacada de cuestionamientos: “confieso que muchas veces este temor me ha quitado la pluma de la mano y ha hecho retroceder los asuntos hacia el mismo entendimiento de quien querían brotar.” De la Respuesta llama la atención además de sus rasgos de carácter epistolar y hagiográfico, este elemento confesional. Aquel sacramento cristiano –la confesión auricular- hacia finales del seiscientos ya era una práctica extendida en Nueva España. Obligación de la confesión para el pecador, es decir para todas las criaturas: desde el siglo XVI se vive un reforzamiento de esta práctica. En términos de las jerarquías de las praxis católicas, la confesión estaba segunda en la tabla de la economía de la salvación después del bautismo. Los fieles estaban obligados a verbalizar las culpas y, con la mediación del sacerdote, iniciar un proceso de vigilancia sobre sí mismos. El oído del sacerdote podía reconocer del discurso del confesado los grados de interiorización de la doctrina cristiana, gradientes que se medían según el ajuste entre el pensamiento, las palabras y las obras del pecador. Juana confiesa que en alguna ocasión le ganó el pasmo, arrojó la pluma y dudó si no estaba siendo presa de elación, si el Príncipe de las Tinieblas no se le colaba por los mudos libros.
Aunque Juana no deja de transmitir los ideales de la moral cristiana, la escritura misma parecía lesionar una existencia que debía transcurrir sin que la suciedad de la vida la toque. El voto obligaba a vivir y morir todo el espacio de la vida en obediencia y pobreza, sin cosa alguna, en castidad y perpetua clausura. De un modo de vida del que se presumía la coincidencia de la pureza inicial y la incorruptibilidad final, Juana Inés escenifica, sin embargo, el deseo (imposible) de escapar a la tortura del querer escribir. Juana no deja de defender el sentido ascético de sus escritos: expresan una prudencia respecto de los placeres sensibles que hacen desear, y una actitud que busca evitar el dolor asociado a las potencias del cuerpo, y al mal vinculado a una metafísica de la carne. Juana enarbola, presume una verdad, aunque no se propone como guía, como remedio. Sin embargo, que Juana Inés no haya cumplido a rajatabla su protesta de fe, no debería sorprendernos ya que la ley y la transgresión son complementarias.
Letras, vicio y salvación. “Bendito sea Dios que quiso fuese hacia las letras y no hacia otro vicio”, ironiza Juana. El vicio de las letras es preferible a otros vicios y marca como un estigma a quienes se dejan llevar por ese deseo.
En resumen, “todo ha sido acercarme más al fuego de la persecución, al crisol del tormento; y ha sido como tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohíba el estudio.” Sin embargo, cuanto más era obstruido su deseo, más deseaba aquello: “se verificaba en mí el privatio est causa appetitus.”
Las letras humanas, ya en sí misma asociadas al deseo y a la muerte, ¿deben ser practicadas por la mujer? ¿Debe educarse a las mujeres? Dice Juana, San Pablo exhortaba a que las mujeres no enseñen, no que no estudien para saber. ¿Qué peligro puede implicar en “las mujeres el uso de las letras”? ¿Cuál es el miedo? El “riesgo de elación en nuestro sexo, propenso siempre a la vanidad”, afirma la monja, multiplica los peligros que las letras en sí misma ya poseen para cualquiera que se deja consumir por sus cualidades y promesas.
Otro elemento vinculado a la escritura es la lectura y de algún modo ambos se vinculan a un deseo mundano. Juana Inés dice leer en los caracteres inscriptos del mundo, sobre todo en esos detalles móviles y distantes. Juana describe un par de ocasiones en que le prohibieron los libros: uno por enfermedad y recomendación médica. Algo de transgresión positiva de un mal parece implicar leer y escribir. Confiesa: obedecí al mandato de “no tomar libro”, no al de “no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal”. Se trata en este punto -además del tópico de los caracteres con los que está escrito el mundo- de una antigua forma de “leer lo nunca escrito”. Relata lo que podemos llamar episodios o escenas de lectura, que son lecciones de lectura. En los pasajeros momentos en los que les sustrajeron las letras -antes de la prohibición definitiva- se prefigura cierto método de lectura de Juana Inés: leer en los extremos, en la figura pasajera, ocasional, en un juego de niñas. “Muchos signos” -multa signa facit- hay en el mundo e importan “las cosas más menudas y materiales”. Toda cosa puede significar cualquier otra dentro de un inventario: “como no hay criatura, por baja que sea, en que no se conozca el me fecit Deus, no hay alguna que no pasme el entendimiento, si se considera como se debe.” Cada cosa dice: Dios me hizo. Personas y figuras de cosas pueden ligarse con otra para expresar un significado. Todo era un signo legible. Cuando hablaba con personas rumiaba sobre los tipos de genios e ingenios y de los temperamentos y cualidades que los causaban. Cuando veía una figura, reconocía la proporción de las líneas medidas y reducidas por el entendimiento. Lo que llama “filosofía de la cocina” es una filosofía de la imagen y de la lectura. En el código barroco, lo sensible no se opone a lo inteligible, así como la filosofía no se opone sino que es sierva de la teología. Lectura: “Nada veía sin refleja; nada oía sin consideración (…) me suelo enfadar porque me cansa la cabeza; nada veo sin segunda consideración”. La locura de Juana consistía en leer también lo no escrito, leía en una escena del juego, leía gestos, líneas movedizas trazadas por un trompo sobre harina desparramada:
“Estaban en mi presencia dos niñas jugando con un trompo, y apenas yo vi el movimiento y la figura, cuando empecé, con esta mi locura, a considerar el fácil moto de la forma esférica, y cómo duraba el impulso ya impreso e independiente de su causa, pues distante la mano de la niña, que era la causa motiva, bailaba el trompillo; y no contenta con esto, hice traer harina y cernerla para que, en bailando el trompo encima, se conociese si eran círculos perfectos o no los que describía con su movimiento; y hallé que no eran sino unas líneas espirales que iban perdiendo lo circular cuanto se iba remitiendo el impulso. Jugaban otras a los alfileres (que es el más frívolo juego que usa la puerilidad); yo me llegaba a contemplar las figuras que formaban; y viendo que acaso se pusieron tres en triángulo, me ponía a enlazar uno en otro, acordándome de que aquélla era la figura que dicen tenía el misterioso anillo de Salomón, en que había unas lejanas luces y representaciones de la Santísima Trinidad…”
En la furtiva Carta Atenagórica argumenta y desestima las acusaciones de vanidad en su contra por el caso de su polémica con el padre Vieyra. Cómo iba a ser crimen hacer crisis (crítica) del jesuita portugués, si todos somos criaturas caídas, hasta el propio Rey. A través del rodeo alegórico, señala que entre los gentiles romanos existía la costumbre de recordarles a los emperadores, en el momento de su mayor gloria “mira que eres mortal; mira que tienes tal y tal defecto.” La opinión de Vieyra no es verdad revelada y no tiene por qué ser aceptada a ojos cerrados.
Juana reclama una especie de horizontalidad para polemizar entre sabios; al mismo tiempo, en un plano vertical, asume que las letras humanas son “esclavas” de las Divinas y se “aprovechan” de éstas. Sin embargo, por las letras humanas parece colarse algo así como una astucia conspirativa contra la Sabiduría Divina. Señuelo de la vanidad, que en las mujeres, por una presunta ley de su género, se encuentra intensificado: de esto debe defenderse Juana Inés de la Cruz frente a Sor Filotea. Es necesaria la prudencia en torno al saber: “deben reprobarse cuando roban la posesión del entendimiento humano a la Sabiduría Divina, haciéndose señoras las que se destinaron a la servidumbre.”
La escritura, “bizarría del acreedor generoso dar al deudor pobre, con que pueda satisfacer la deuda”. Para Juana Inés, es la única “alhaja con que pagar”, y camino lleno de peligros, de conatos de vanidad y tentaciones. “Así lo hizo Dios con el mundo imposibilitado de pagar: diole a su Hijo propio para que se le ofreciese por digna satisfacción.” Juana escribe para pagar la deuda impagable; la escritura, necesaria y pueril, es la moneda de intercambio.
El problema de la escritura se deja comprender con el concepto de beneficios negativos que en la Carta Atenagórica expone Juana Inés de la Cruz. Con ese concepto piensa simultáneamente el amor, la omnipotencia infinita de Dios y el libre albedrio. La fineza, es decir, la bondad pura de Dios es un don negativo que le otorga al hombre: "los beneficios que nos deja de hacer porque sabe lo mal que lo hemos de corresponder". Tratase de una especie de Dios probabilista, que sabe más probable en el hombre un actuar conducido por los pecados. El centro del problema que plantea Juana Inés de la Cruz es la coincidencia de libre albedrio y naturaleza. Vieyra piensa que la pureza infinita de Dios se expresa en el momento final de la vida de Cristo; para Juana se trata de una "fineza continuada siempre", en la forma paradójica de una abstención, un omitir dar los beneficios por la ingratitud de la criatura; nada le cuesta a Dios darle al hombre infinitos bienes, corresponde a la "corriente natural" de su "liberalidad." También puede Dios reprimir su raudal de dones -"detiene el mar de su infinito amor y estanca el curso de su absoluto poder"- ya que el hombre se hace daño con esos beneficios. "Mayor fineza es el suspenderlos que el ejecutarlos": es decir la vida del hombre no está predestinada y su salvación garantizada. "Deja de ser liberal", para que "nosotros no seamos ingratos": se retira para obligar nuestro "retorno", el devolver con gratitud incrementada. Dios "quiere más parecer escaso, porque los hombres no sean peores, que ostentar su largueza con daño de los mismos beneficiados." Este no dar de Dios exonera de "mayor cuenta" al hombre. Judas es ejemplo de beneficios otorgados y traicionados, y el diluvio es signo de la reacción a la ofensa de los pecados humanos. ¿Y por qué el regalo de la escritura sabiendo que "mientras más es lo recibido más grave es el cargo de la cuenta"? El cargo a la cuenta de la escritora es grave. Ya vimos los peligros a los que, desde cierta perspectiva, se somete la mujer cuando se encuentra con las letras. La escritura nos expone a hacer mal uso de este regalo.
El espacio dejado por la no intervención positiva de Dios lo llena el libre albedrio. "Dios dio al hombre libre albedrio con que puede querer y no querer obrar bien o mal", ocurriendo el vínculo "sin violencia". El hombre busca la correspondencia con la divinidad por su propio bien: "no basta que Dios quiera ser del hombre, si el hombre no quiere que Dios sea suyo." Para que esta correlación sea beneficiosa el hombre debe "resistir tentaciones luchando con nuestra naturaleza, que coinquinada con el pecado, está propensa al mal, y a más de esto, el temor y peligro de ser de ellas vencido y pelear con incertidumbre de la victoria o la perdida." El entendimiento como potencia libre -escribe Juana- es instrumento interior para luchar con tentaciones y peligros de elación. El hombre libre puede querer obrar bien si conduce su propensión al pecado. Amar a Dios es corresponder lo dado, cuya contraprestación es pedir nuevamente: "Hombre, ¿quieres corresponder a lo mucho que te he dado? Pues pídeme más, y eso recibo yo por paga." Ocurre que con la escritura el homenaje entrañaba al mismo tiempo riesgo de destronamiento.
Que la escritura es signo de luto no es invención retrospectiva nuestra, lo muestran las experiencias de algunos sabios barrocos contemporáneos de Juana Inés –como Sigüenza y Góngora, Domínguez Camargo, el Lunarejo-, que en distintas circunstancias, en sus textos o en su vida, debieron denigrar la (su propia) escritura para salvar a Dios, sin dejar de asumir y defender hasta donde pudieron, la escritura o el saber cómo medio técnico hacia la salvación. Esta teología de la escritura que la representa como el vicio y el peligro, no es contradictorio con el hecho de que el cristianismo es considerado una religión del Libro. La historia del cristianismo es consustancial con sus peligros internos que drenándolo por dentro, impulsan a pesar suyo las fuerzas que lo desbancarían. No sólo los detractores de Juana Inés de la Cruz denuncian que la letra produce efectos sospechosos pero imprescindibles, advirtiendo sus desgracias. El libro, las letras presentan (predisponen) una inestabilidad, aparece tensionado por polos disímbolos. Algunas veces se enfatizan sus efectos tranquilizadores en el mismo lugar que su patología: lo que produce y repara, acumula y remedia, aumenta el saber y reduce el olvido.
De algún modo Dios mismo cede a la “literatura”, al arte de las letras, así como accedió a ser hombre en Cristo. Resulta que los textos humanos no son absolutos y su procedimiento es más bien arbitrario: para construir los versos ordenan sonidos de cierta manera, trasponen letras, escriben poemas que puede ser leídos al derecho y al revés, de derecha a izquierda, u otras técnicas. Por ello si Dios concede a los escritos humanos que lo celebran, es necesario que se expanda a través de hombres prudentes, de sabios que asuman la tarea de combatir el mal en este mundo, en su propio elemento. El prudente sabría descalificar o relativizar el interés acordado (a pesar de todo) a la escritura. El mal es un material intratable e irreductible, para los pensadores cristianos. La escritura misma es una de las formas del mal, indica una amenaza que sin embargo no se elude.
La escritura aparece basculada entre valoraciones bifrontes y no unilateralmente como vicio, pecado y muerte. En esta teología el juicio final es correlato de la caída y la escritura es el signo de la condición de hombre caído, no inocente. Hubo un tiempo en que existía un lenguaje y los nombres estaban escritos en las cosas. La historia de la salvación -desde la caída hasta después de la torre de Babel- es regresiva de algún modo: la dispersión de las lenguas y el peligro necesario de la escritura son un indicio de esto, tanto como la necesidad de las repúblicas. La escritura es índice de una ambivalencia, índole y efectos de cierta tradición cristiana: “en la escritura el hombre celebra el juicio final sobre sí mismo, sus pensamientos y sentimientos; separando a las ovejas de los cabritos, entregando a unos al olvido y a la inanidad eterna, a otros a la vida eterna”, escribe Ludwing Feuerbach en ese extraño texto Abelardo y Heloísa o el Escritor y el Hombre. La escritura ya refleja la situación de la criatura pecadora, en ese sentido a través de ella se anticipa el barrunto de lo bueno y lo malo realizado en la vida; a través de la palabra escrita se dicta el hombre sentencia de las salvaciones o la condena eterna. En la relación de lo fundante y lo fundado, entre Dios y lo humano, la lógica de la escritura humana conmueve o drena (veladamente) el orden del fundamento. En ese intercambio el segundo término aparece disminuido; pero lo negado, sin embargo, permanece y una vez registrado como tal podemos describir un mundo de funciones y rasgos de ese polo subrogado.
La escritura por un lado asociada a funciones de reserva, exclusividad, ordenamiento y jerarquía del mundo, y por otro, como una artificialidad que ahoga el ámbito de expresión originaria –la voz- de la criatura. La palabra hablada, portadora de un origen auténtico, aunque necesita de la imagen escritural para circular, vive ese vínculo como si fuera causante de enfermedades. La escritura aparece como síntoma de luto y tristeza, el infierno, la muerte, la carnicería, la desdicha; los guarismos son homicidas, sangrientas figuras que entretienen y embelesan, causas de vigilia y desvelo; produciendo efectos sobre el cuerpo mismo transformándolo: ofusca, encorva, enflaquece, nos aleja de nuestras necesidades naturales. Léase este fragmento de Francisco de Cáscales:
“¡Oh letras!; oh infierno, oh carnicería, oh muerte de los sentidos humanos —o seais rojas, o seais negras, que desta manera sois todas! Por lo rojo, sois sangrientas, sois homicidas; por lo negro, sois símbolo de la tristeza, del luto, del trabajo, de la desdicha. ¿Quién me metió a mí con vosotras? Cincuenta años ha que os sigo, que os sirvo como un esclavo. ¿Qué provecho tengo? ¿Qué bien espero? En la tahona de la Gramática estoy dando vueltas, peor que rocín cansado. En las flores de la Retórica me entretenéis sin esperanza de fruto. En las fábulas y pigmentos de la Poesía me embelesáis, donde la modorra desta arte me hace soñar miliares de disparates y devaneos. En la Enciclopedia o círculo de todas las artes y ciencias, de las religiones, de los ritos y costumbres, de las ceremonias, de los trajes, de las cosas, en fin, exquisitas, nuevas y peregrinas, me angelicáis y trasportáis mis pensamientos. Y por todo este caos de vigilias y desvelos, ¿qué premio me aguarda? —Mas vuelvo a mi dicho, oh letras carísimas, por lo mucho que me costáis: malditos sean vuestros inventores, o bien fuesen los egipcios, o los pelasgos, o los etruscos, o Cadmo, o Palamedes, o Trismegisto, o todos juntos, que muchos seríades los conjurados en mi daño... La elección de las letras desvanece los espíritus, ofusca la vista de los ojos, encorva la espalda, enflaquece el estómago, compele a sufrir el frío, el calor, la sed, el hambre... Impide muchas veces los piadosos oficios de la virtud, roba y nos quita las horas de recreo. Y a los estudiosos los veréis cabizbajos, los ojos encarnizados, la frente rugosa, el cabello intonso, los carrillos chupados, las cejas encapotadas, la barba salvajina. No diréis, no, que son gente política y urbana, sino Cíclopes, Paniscos, Sátiros, Egipanes y Silvanos. ¿Qué cosa más contraria a la naturaleza? La cual nos dio la lengua para el uso de hablar, y nosotros la metemos en la vaina del silencio, y damos sus oficios a las manos, al papel, a la pluma.”
.png)




Comentarios